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La viuda de Sarepta (Lucas 4:23-30)

Jesús continuó: «Seguramente ustedes me van a citar el proverbio: “¡Médico, cúrate a ti mismo! Haz aquí en tu tierra lo que hemos oído que hiciste en Capernaúm”. Pues bien, les aseguro que a ningún profeta lo aceptan en su propia tierra. No cabe duda de que en tiempos de Elías, cuando el cielo se cerró por tres años y medio, de manera que hubo una gran hambre en toda la tierra, muchas viudas vivían en Israel. Sin embargo, Elías no fue enviado a ninguna de ellas, sino a una viuda de Sarepta, en los alrededores de Sidón. Así mismo, había en Israel muchos con alguna enfermedad de la piel en tiempos del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue sanado, sino Naamán el sirio». Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron. Se levantaron, lo expulsaron del pueblo y lo llevaron hasta la cumbre de la colina sobre la que estaba construido el pueblo, para tirarlo por el precipicio. Pero él pasó por en medio de ellos y se fue (Lucas 4:23-30)

En el tiempo de Elías y Eliseo no había ninguna duda de que Israel era el pueblo elegido de Dios. Sin embargo, esto no impidió que Dios favoreciera a personas extranjeras, en vez de hacerlo con viudas o leprosos israelitas. La viuda de Sarepta confiaba en el Dios de Israel (1 Reyes 17:24) y fue recompensada. También Naamán, al hacer el largo viaje hasta Eliseo demostró que creía en el Dios de Israel y fue curado (2 Reyes 5:1–14) Pero en general, esta actitud no existía en los israelitas de aquel tiempo. Al recordar Jesús estos hechos, quienes le escuchaban se enfurecieron contra él. Estaban tan convencidos de que eran el pueblo exclusivo de Dios que eran incapaces de aceptar que Dios puede favorecer a todo el mundo.

Esto nos enseña a no ser exclusivistas. Dios no es parcial y Su poder milagroso opera de manera soberana sobre sus criaturas, sin importar la nacionalidad, denominación religiosa o condición social que se tenga. Las personas consideradas indignas o extrañas pueden ser destinatarias del poder de Dios.

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